¿QUÉ DA PAZ?
Juan Bethencourt
La oí y me cautivó. Fue emocionante. ¡Al fin!, la conseguí. El profesor continuó hablando como si nada, pero yo había llegado al fin de una larga búsqueda. Es difícil, quizá imposible, transmitir la importancia que ha tenido ese hallazgo. Tú, querido lector, seguro te sorprenderás de la naturaleza de ese descubrimiento. Lo que encontré no fue dinero, ni una dirección, ni una persona. Encontré una palabra. Un vocablo que captura una idea importante.
Cuando leí por primera vez El Señor de los Anillos, descubrí que Tolkien tenía expresiones distintas para referirse a la grama. Antes de esa experiencia, la grama, cualquiera que fuera su estado, solo tenía esa palabra para ser definida. Para el filólogo británico, no era así. La grama se llamaba distinto dependiendo de si estaba corta o alta o mojada o marchita por el verano. Sus páginas estaban llenas de palabras precisas que lograban transmitir toda la riqueza de la realidad a la que hacían referencia. Con ello, conseguía que sus narraciones tuvieran mucha vitalidad. Al leer a Tolkien se tiene la sensación de estar viendo y sintiendo una historia, no solo leyéndola e imaginándola.
Desde entonces comenzó mi afición por el rigor terminológico; por la precisión en las palabras, buscando aquella que exprese la realidad con todos sus matices. Esto lo hago no solo para comunicar mis ideas a los demás sino también para comunicármelas a mi mismo. Entendemos el mundo a través de conceptos que encerramos en palabras. Nos explicamos el mundo con palabras. La pobreza de vocabulario o el recurso abusivo a términos vagos simplifican peligrosamente la realidad, y, por lo tanto, nuestra capacidad de comprenderla. De ahí, la relevancia de luchar hasta conseguir las palabras adecuadas.
Luego de esta larga interrupción, sin la cual no se entendería la alegría de mi hallazgo, volvemos a la historia inicial.
En la época en que escuché al profesor, buscaba un término que expresara la actitud de quien vive según sus ideales y los lleva hasta sus últimas consecuencias. El tiempo pasaba y no conseguía una palabra que definiera ese modo de vida. La palabra coherente casi lo logró, pero la sentía muy estática. La actitud que deseaba definir es dinámica, exige movimiento porque es expresión de una vida en acción.
Y es entonces cuando habló el profesor.
Se oyó en el salón la palabra consecuente.
—¡Esa es!, ¡Esa es la palabra! — Exclamé dentro de mí.
Muchos acontecimientos importantes de nuestra vida suceden en el silencio. Este no fue la excepción. Ni el profesor ni mis compañeros se dieron cuenta de nada. La clase no se interrumpió. Cada uno seguía sentado en su silla, ignorantes de mi alegría. Y yo, sentado en la mía, disfrutaba de mi hallazgo.
Repasé la idea para mis adentros: La persona que vive según lo que dice y piensa es una persona consecuente. Esa palabra envuelve la realidad, tal como querría expresarla. Tiene dinamismo y, además, su raíz etimológica contribuye a captar el rasgo más exigente de quien posee esta actitud: la capacidad de llegar hasta las últimas consecuencias.
¿Y por qué es tan importante?
Porque nada genera más inquietud y tristeza en la vida que cuando hay contradicción entre lo que pensamos que debemos hacer y lo que hacemos. Ser inconsecuentes genera tensión; ser consecuentes, aunque cueste, da paz.
Y como me he propuesto que estos artículos sean breves, para ser consecuente, no digo más.
¡Espera! una última cosa: El Señor de los Anillos está llena de personajes consecuentes.